martes, 11 de octubre de 2016

MADRE A LOS 62 AÑOS

¡Cómo me alegra ver que Lina Álvarez lo ha conseguido! Ha sido madre con 62 años. Ella y su niña están en perfecto estado.

Este embarazo ha sido muy cuestionado. Me da rabia que mucha gente considere que es demasiado mayor para ser madre. ¿Es que no entienden que este es un gran avance de la ciencia? La ciencia ha logrado que esta mujer sea madre veinte años después de tener la menopausia.

¿Qué tiene de malo ser madre con 62 años, cuando la esperanza de vida en España es de 83 años? Cuando ella fallezca su hija ya será adulta. ¿Por qué se empeña la sociedad en decidir cuándo debemos y no debemos ser madres? Esta mujer sabe lo que se hace. Es doctora. Ya ha sido una madre “mayor”, pues su segundo hijo lo tuvo con 52 años. Además, el primero de sus hijos tiene parálisis cerebral, ya conoce las dificultades de cuidar de alguien con necesidades especiales. De hecho, una de las razones por las que ha decidido ser madre es para darle unos hermanos a ese primer hijo suyo.

A quién piensa que esta mujer es muy mayor para tener hijos, le preguntaría si piensa que los padres jóvenes tienen garantizado vivir muchos años para cuidar de sus hijos. Como si no existieran los accidentes, las enfermedades, las desgracias… como si no hubiera abuelos de esa edad que se encargan de criar a sus nietos. Además, ¿opinamos lo mismo de los hombres que son padres a esa edad?

Dejemos de juzgar tanto a los demás, y menos aún, de juzgar a una mujer que desea ser madre. 

miércoles, 28 de septiembre de 2016

QUE NO TE CONTRATEN POR RECORDARLES TUS DERECHOS COMO TRABAJADOR

Ir a una entrevista de trabajo. Que les gustes a los entrevistadores. Que te llamen para una segunda entrevista. Que te digan que empiezas el martes y te pidan tus medidas para el uniforme. Que, por casualidad, salga el tema de los festivos, por los que tú ni siquiera has preguntado, dando por supuesto que la empresa cumple la legalidad. Que te digan que los festivos trabajados ni los pagan ni se recuperan. Que les digas que por ley se tiene que hacer. (En tu inocencia, confías en que como son extranjeros no se enteran mucho del tema.) Que te digan que se lo van a preguntar al gestor, porque ellos siempre cumplen la ley española. Que te llamen dos días más tarde para decirte que no sigues en el proceso de selección de la empresa. QUE NO TE CONTRATEN POR RECORDARLES TUS DERECHOS COMO TRABAJADOR.


Artículo 32. Fiestas no recuperables. Cuando las fiestas no recuperables no se disfruten o coincidan con la fiesta semanal, el trabajador/a tendrá derecho a disfrutarlas en otra fecha y la empresa deberá abonar un 40% de acuerdo con la tabla salarial más la antigüedad consolidada si la hubiere, salvo cuando la fiesta coincida con el período de vacaciones, en cuyo caso quedará absorbida. La empresa podrá absorber con carácter general sólo una fiesta no recuperable como máximo cuando coincida con el período de vacaciones, con independencia de que estas se fraccionen. En el supuesto de que las fiestas no recuperables se disfruten de forma continuada, la empresa respetará el descanso semanal, acumulando el mismo al número de fiestas. El abono de las fiestas no recuperables se realizará en el mismo mes de su devengo. Se respetará cualquier acuerdo preexistente entre las empresas y los representantes de los trabajadores/as. (Convenio colectivo interprovincial del sector de la industria de hostelería y turismo de Cataluña). 

viernes, 16 de septiembre de 2016

LA MEDIDA DEL ÉXITO

“Elige un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un día de tu vida.” Confucio.

Gran frase y muy cierta. Creo que esa frase es el principal motivo por el que la gente va a la universidad. La adecuada formación debería ayudarte a conseguir ese trabajo deseado. Sin embargo, me río yo de ese “elige” del inicio. Como si estuviéramos en un supermercado ante una variada opción de productos y tuviéramos la posibilidad de poder elegir.

Uno de los grandes fracasos de esta época son las falsas ilusiones que nos han vendido a los jóvenes. Cuando estás estudiando una carrera te preparan para ser director de cine, de la empresa, del hotel, del banco, etc. Te venden desde un principio que el que se esfuerza, consigue llegar a lo más alto. En la vida me he encontrado con muchos ejemplos de que esto no ocurre así.

Para cualquier profesión, no solo es necesario tener talento y esforzarse. No niego que el que ha llegado a lo más alto pueda tener talento y haberse esforzado. Pero, ¿qué pasa con los que se han quedado en el camino? ¿Qué pasa con los que se han quedado en auxiliares de cámara, administrativos, recepcionistas o en la atención al cliente en la ventanilla del banco? ¿Es que ellos no se esforzaron? Hay premios que recompensan el esfuerzo, pero también hay esfuerzos no recompensados. Al menos no recompensados a la manera en la que nos lo vendieron.

El problema radica en que esto ha llevado a muchos jóvenes a la frustración; como no son lo que creían que llegarían a ser, se creen menos válidos. Se sienten fracasados. Pero la culpa no es de ellos. Son una serie de errores cometidos, uno tras otro, para que se llegue a esta situación.

El primero de ellos es la forma en la que nos han enseñado a medir el éxito. Imaginémonos a alguien exitoso: tiene un trabajo de prestigio, es admirado y, sobre todo, gana mucho dinero. ¿Es eso realmente el éxito? El segundo problema es que nos enseñan  a luchar por llegar hasta ahí, a ese trabajo de prestigio, donde uno es admirado y, sobre todo, gana mucho dinero. De ahí que los trabajos que nos gustaría llegar a tener estén relacionados con las artes (donde podemos desarrollar nuestra creatividad: actores, cantantes, escritores, compositores, directores de cine, pintores, etc.); con el deporte (futbolistas de grandes equipos de primera división); o, en general, puestos de poder (políticos, gerentes, directores, etc.) Tal vez me podáis decir que los deseos de todos no entran dentro de estas categorías. Probablemente, tengáis razón. Pero seguro que no conocéis a ningún joven con un poquito de ambiciones que diga que quiere ser barrendero, dependiente en una tienda o repartidor de pizzas.

Y todo esto nos lleva a que la gente no encuentre su lugar en la sociedad. Nos lanzan a estudiar carreras, donde nos venden que podremos llegar a hacer cosas importantes, pero es mentira. No es un buen método elegir el número de estudiantes que entran en cada carrera en función de una nota de corte basándose en la demanda. Si lo que se busca en la universidad es una salida profesional, ese no es el mejor método. Solo hay que saber mirar a nuestro alrededor: ¿qué se necesitan, más camareros o directores de cine?

En un hotel hay varios recepcionistas en plantilla y solo un director, y todos han estudiado Turismo. ¿Es el director el que más se ha esforzado? No. Puede que se haya esforzado, pero también puede que sea “hijo de”. Y, aunque sea verdad que ha llegado ahí con su esfuerzo, ¿alguien piensa que los que se han quedado en recepcionistas no se han esforzado?

Por fortuna, contamos con la ventaja de que a una carrera se puede acceder si contamos con la nota suficiente (en base a la demanda). Y, sí, ahora estoy diciendo “por fortuna”. No me contradigo de lo anterior. No es un buen método si lo que se busca es dar salida profesional a todos. Si fuera así, se debería determinar el número de profesionales que se necesitan en cada sector y, en función a eso, determinar el número de plazas disponibles en cada carrera. Afortunadamente, en mayor o menor medida, podemos elegir lo que estudiar.

Ya que fuimos tan privilegiados de estudiar lo que nos gustaba, no menospreciemos lo que hemos conseguido. No hemos llegado a directores, pero, si tenemos suerte, trabajamos en el sector que elegimos. Dejemos de medir el éxito en base a trabajos inalcanzables para unos pocos en los que pueden mostrar su creatividad, su capacidad de gestión, y, además, ganan mucho dinero. Hagamos nuestro trabajo con ilusión, aunque no sea el trabajo con el que habíamos soñado. No es que no nos hayamos esforzado, es que la sociedad está montada para que solo haya unos pocos triunfadores. Si lo que queremos es alcanzar esa plenitud, busquémosla fuera de nuestro empleo; tengamos pequeños hobbies, proyectos, ideas y ambiciones para llevar a cabo durante nuestro tiempo libre: estudiar otra carrera, hacer deporte, montar un grupo de teatro, colocar un lienzo y un caballete en medio del salón y comenzar a pintar cuadros. Que el éxito no se mida con dinero, que se mida con la felicidad que te proporcionan las cosas que realizas.

Confórmate con ese trabajo que no te gusta mucho. Piensa que, en realidad, no te gusta porque te han enseñado a aspirar a otra cosa. Hazlo lo mejor posible, disfrútalo, gana dinero y vete a tu casa. Y si aspiras a algo más, hazlo por tu cuenta. Es encontrar el equilibrio entre conformarse con lo que uno tiene, sin por ello dejar de luchar por aspirar a algo mejor.

jueves, 15 de septiembre de 2016

UN LUJO PARA ALGUNOS

Hoy,  después de tratar temas como la desaparición de Diana Quer o la dimisión de Rita Barberá del Partido Popular, han emitido este pequeño reportaje en Espejo Público:


Lo siento, no puedo evitarlo, pero me da asco vivir en un mundo así. Uno puede tener dinero, puede tener lujos; coches caros, relojes de oro, mansiones, abrigos de pieles… Pero, aunque pueda parecer demagoga, no me parece justo que eso ocurra en un mundo donde hay gente que muere de hambre.

No voy a decir que con el medio millón que lleva esa mujer repartidos en la muñeca y los tobillos se podría aliviar la situación de muchas familias, se podría ayudar a niños enfermos o se podría invertir en diversas causas sociales. Es su dinero y puede hacer lo que quiera con él. Lo que me pregunto es: ¿qué satisfacción puede aportarle a una persona tener en sus muñecas y tobillos joyas por valor de medio millón de euros?, ¿le hacen más feliz?, ¿le proporcionan algún tipo de placer que no soy capaz de comprender?

¿Será que esta gente es feliz sabiendo que puede gastarse en pulseritas lo que aliviaría el sufrimiento de muchas personas? ¿Es una manera de sentirse superior a los demás, de sentir que los demás deben venerarlo porque puede llevar en su muñeca lo que otras personas no serán capaz de conseguir en toda una vida trabajando?

Y, por último, ¿ha hecho algo especial esta mujer para poseer tanto dinero? ¿Es virtuosa en algo, muy por encima de los demás, para poder permitirse gastarse el dinero en gilipolleces, cuando otros sabrían invertirlos en causas mucho más justas y valiosas para la humanidad?

Lo siento, pero cosas como estas hacen que no me guste el mundo en el que vivo. 

martes, 13 de septiembre de 2016

MI DERECHO A TENER COMPLEJOS

Hoy voy a pedirme postre. Un delicioso coulant de chocolate. Se me hace la boca agua solo con pensar en él. Llega el postre. Lo miro y me deleito. Cojo la cuchara, combino un pedazito de chocolate caliente con helado de vainilla y me lo meto en la boca. Hoy me he pedido postre porque es sábado por la noche, estoy de vacaciones, en un buen restaurante, acompañada de mi pareja, y me salto la dieta. Hago una excepción.

“¿Dieta?” Me dicen algunos. “Pero si estás delgada. A ti no te hace falta." Por lo visto, una solo debe hacer dieta cuando tiene sobrepeso. Como estoy en mi peso ideal, ya no es necesario que cuide mi alimentación. Debo despreocuparme de lo que coma. Según algunos debería comerme un postre siempre que me apeteciera y no mirar calorías.

Pues no, señores. No pienso hacer eso. Sé que no soy perfecta. Sé que nunca voy a tener el cuerpo de una modelo. Pero me gusta cuidarme. Parece que ahora una debe aceptarse tal y como es, con todos sus defectos. Y, encima, los tiene que mostrar, en un alarde de presunción que no comprendo.

A esa chica gordita del bañador verde que circula por la red desde hace unos meses, le diría que aparte de aceptarse (que está muy bien) que también intentara cambiar. Le han aconsejado que no tape sus defectos, que muestre sin complejos su barriga gorda, su celulitis, sus estrías y su flacidez. Yo la invito a que use pareos en la playa, a que utilice los brazos para tapar su barriga cuando está sentada y a que no se ponga shorts que muestren su celulitis. Se sentirá mucho más cómoda y, además, no nos engañemos; no es bonito, no es agradable y, por encima de todo, no son síntomas de buena salud. Algunos me contestaréis que la delgadez extrema tampoco es bella ni sana. Por supuesto, tampoco lo es.

También hablaría con los padres de la chica del bañador verde y les recriminaría el tipo de alimentación que deben haberle dado para que con dieciséis años tenga sobrepeso y celulitis. Hablaría con ella y le diría que no tiene que ser perfecta, que no tiene que seguir los cánones de belleza establecidos y, por supuesto, que ni siquiera lo intente, porque nunca lo va a conseguir. Pero también le diría que empezara a cuidarse, que hiciera deporte, que comiera sano y que se comprara una crema anticelulítica. Y, sobre todo, le diría que tiene derecho a tener complejos, a cambiar y a querer ser mejor.

Creo que es nuestro deber mostrar la mejor imagen de nosotros mismos. Debemos aceptarnos (y os lo dice alguien que durante años dejó de ir a la playa debido a sus complejos). Ahora eso ya está superado. Sé que no pudo ser perfecta ni pretendo serlo. Pero me siento con la obligación de cuidar mi imagen y parecerme a lo que me gustaría ser. Disfruto de ese camino hacia la perfección inalcanzable. Disfruto comiendo sano y haciendo deporte. Y me parece que la idea que nos venden actualmente de que nos aceptemos tal y como somos no es la acertada. No puedo disfrutar de la dejadez, la fealdad, la mala alimentación y la obesidad. Me seguiré cuidando y haré excepciones durante los momentos especiales para seguir disfrutando de un buen coulant de chocolate.


domingo, 3 de abril de 2016

MI VENTANA MÁGICA

Tengo un objeto mágico con el que nunca podría haber soñado. Es una ventana a través de la cual puedo hablar con todos mis seres queridos, los que viven en mi casa y los que están a miles de kilómetros, puedo acceder a toda la información del mundo; fechas, datos, diccionarios, libros, fotografías, videos, música… No hay nada que haya querido buscar y no haya podido encontrar. Ese objeto es muy pequeño, cabe en mi bolsillo. Es mi móvil.

Escucho y leo muchas críticas sobre el abuso del uso del móvil. Por las redes sociales pululan fotografías de jóvenes reunidos, parejas cenando o gente en el metro, que están absortos mirando su móvil. Y algunos se echan las manos a la cabeza y se quejan de que la gente ya no nos miramos a la cara, que ya no sabemos vivir sin el móvil, que ya no sabemos relacionarnos.

¿No saber relacionarse es escribirle un mensaje a tu pareja nada más sales del trabajo para anunciarle que ya llegas a casa? Qué pretende la gente, que me ponga a hablar con la persona que tengo al lado en el metro y con la que solo voy a coincidir durante tres paradas y le cuente las mismas cosas que le puedo contar por Whatsapp a mi mejor amiga.

Cuando se critica que parecemos sonámbulos cuando miramos el móvil, he de recordar que no estamos absortos mirando una piedra, estamos ante una ventana. Podemos estar hablando con un familiar, leyendo el periódico, mirando las fotos que un amigo ha colgado en su Facebook de sus últimas vacaciones.

¿Por qué hay gente que se empeña en criticar el gran adelanto que han supuesto, por ejemplo, las redes sociales? Una red social como Facebook te permite seguir en contacto con gente que ha pasado por tu vida, pero que ya no están tan cerca. Compañeros de colegio, de trabajo, amigos en el extranjero, familiares a los que no puedes ver con toda la frecuencia que querrías. Ya no es necesario escribir un largo email contándoles cómo te va y preguntándoles por su vida. Simplemente un “me gusta” de vez en cuando en una de sus fotos, un pequeño comentario, una felicitación por el cumpleaños. No se tarda nada y significa mucho. Significa un “estoy aquí”, “me acuerdo de ti”, “me alegro de que te vaya bien”.

De hecho, no solo estoy a favor del uso de los móviles, Internet y de las redes sociales, sino que me parece mal que la gente no los use. Cuando alguien me dice “yo paso de Facebook”, no me gusta. O tienen la suerte de tener a todos sus seres queridos cerca y de verlos con frecuencia o significa que no les importa mantener el contacto con nadie.

Por mi parte, voy a seguir escribiéndole un mensaje a mi pareja cuando salga del trabajo, a mirar las fotos de mis amigos en Facebook y a leer el periódico digital. No voy a hablar con la persona que tengo al lado en el metro. Me concentraré en estar en contacto con la gente que verdaderamente me importa. Podré parecer absorta, pero simplemente estoy asomada a una ventana mágica. 

viernes, 22 de enero de 2016

DON QUIJOTE, ESE LOCO BONDADOSO

Un póster de Don Quijote de la Mancha me indica que acabo de entrar en el hospital psiquiátrico. El dibujo muestra a un Don Quijote armado, montado sobre Rocinante y en posición desafiante con su lanza. A su alrededor, diversos cuadros de texto explican sus patologías: delirios visuales, esquizofrenia, manía persecutoria y delirios de grandeza, entre otros. Es como si todas las enfermedades mentales pudieran estar recogidas en una sola persona.

Los primeros dibujos que vi de Don Quijote estaban en un cómic infantil. Es un libro que ha estado desde siempre en mi casa. Probablemente, empecé a hojearlo incluso antes de saber leer. Hoy he vuelto a él, para que sus imágenes me devolvieran recuerdos pasados. Me he reído al ver la ilustración de los encantadores que torturaban a Don Quijote, pues recuerdo que de pequeña les tenía mucho miedo. Sabía la página en la que aparecían y la pasaba con prisas para no encontrarme con ellos. El primer sentimiento hacia el Quijote fue de admiración, lo consideraba alguien muy valiente por enfrentarse a esos terribles encantadores. Desde mi visión infantil, yo creía en el Quijote, un verdadero caballero andante. Ese sentimiento de admiración por la valentía de Don Quijote ya nunca ha desaparecido.

Con el paso de los años, a la admiración se unió la envidia. Envidia por ser capaz de dejarlo todo, creer en uno mismo, cambiar de nombre, mudarse de ropa e irse a vivir aventuras por el mundo. Ese ideal romántico de alguien que se arma caballero “para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos”[1] siempre contará con mi admiración.

Me explicaron que Don Quijote estaba loco. Y yo pensé que qué más daba. Don Quijote es alguien que abandona la comodidad de su hogar, su plato caliente y su vida tranquila para hacer justicia con los más débiles y desfavorecidos. ¿No es eso digno de admiración? Su compañero de aventuras Sancho Panza, a pesar de haber sido testigo de todas sus locuras, opina de él que “no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna: un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día, y por esa sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga”.[2]

Cervantes nos presenta a un loco, a un loco lleno de bondad. Loco idealista que sueña con volver a una época pasada donde los caballeros andantes defienden las causas nobles. Cervantes debía de conocer cuáles eran los síntomas y las causas de la locura, pues los que nos hemos tenido que enfrentar a la locura de alguien cercano a nosotros, no dejamos de ver similitudes en la forma de actuar de Don Quijote. “En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio.”[3] Falta de sueño, obsesión y lectura compulsiva. Las mismas causas que desencadenaron después la enfermedad en mi familiar. Su locura se parecía tanto. Locura por hacer justicia, por defender a los más desfavorecidos, por atacar la corrupción política. Delirio de grandeza al creerse alguien especial que podría con todo y contra todos. Creo que el familiar que fui a visitar al hospital psiquiátrico podría protagonizar el Don Quijote que Cervantes escribiría hoy en día.

Y lo que más me gusta del personaje que nos dio a conocer Cervantes es que presentó al mundo al loco bondadoso. Con frecuencia, se tiende a relacionar la locura con la maldad. Cuántas veces hemos oído decir: “¡Es un loco que ha matado a su mujer!” o “Los terroristas esos están todos locos”. Desde la enfermedad de mi familiar, he modificado mi lenguaje. Me niego a justificar esos actos mediante la enfermedad mental: el que mata a su mujer es un ser malvado y los que cometen atentados son seres malvados. No son locos. Parece que la locura es una forma que utilizamos para evitar hablar de la maldad humana, para hacernos creer que hay cosas que suceden por un desajuste en el cerebro. Y no, la maldad humana existe.

¿Qué pasaría si alguien se creyera caballero andante en pleno siglo XXI? Su familia recurriría a la policía para que fueran a buscarlo, lo encerrarían en un psiquiátrico y lo primero que le harían sería medicarlo y hacerle una cura de sueño. Eso fue lo que hicieron con mi familiar y poco a poco se fue recuperando. Don Quijote también recupera la cordura mediante el sueño, después de seis días en la cama y tras unas fiebres altas, vuelve a ser Alonso Quijano. No solo es Alonso Quijano, le acompaña su epíteto: “Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quienes mis costumbres me dieron el renombre de Bueno”[4]. Y todos lloran la muerte de Don Quijote porque “en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno, a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no solo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuanto le conocían”.[5]

Por eso, preside la entrada al hospital psiquiátrico. Los enfermos se sienten bien cuando su locura se compara con la de Don Quijote. Porque ser comparado con una persona –y digo persona porque Don Quijote es casi más real que nosotros- que es admirada, alabada y querida por todos a pesar de su locura o, mejor dicho, a causa de su locura, es un honor.




[1] Cervantes, Don Quijote de la Mancha. Introducción de Felipe B. Pedraza, Madrid, Algaba, 2004. Pág. 125.
[2] Ibídem, pág. 613
[3] Ibídem, pág. 66
[4] Ibídem, pág. 1032
[5] Ibidem, pág. 1033