Un póster de Don Quijote de la Mancha me indica que
acabo de entrar en el hospital psiquiátrico. El dibujo muestra a un Don Quijote
armado, montado sobre Rocinante y en posición desafiante con su lanza. A su
alrededor, diversos cuadros de texto explican sus patologías: delirios
visuales, esquizofrenia, manía persecutoria y delirios de grandeza, entre otros.
Es como si todas las enfermedades mentales pudieran estar recogidas en una sola
persona.
Los primeros dibujos que vi de Don Quijote estaban en
un cómic infantil. Es un libro que ha estado desde siempre en mi casa.
Probablemente, empecé a hojearlo incluso antes de saber leer. Hoy he vuelto a
él, para que sus imágenes me devolvieran recuerdos pasados. Me he reído al ver
la ilustración de los encantadores que torturaban a Don Quijote, pues recuerdo
que de pequeña les tenía mucho miedo. Sabía la página en la que aparecían y la
pasaba con prisas para no encontrarme con ellos. El primer sentimiento hacia el
Quijote fue de admiración, lo consideraba alguien muy valiente por enfrentarse
a esos terribles encantadores. Desde mi visión infantil, yo creía en el
Quijote, un verdadero caballero andante. Ese sentimiento de admiración por la
valentía de Don Quijote ya nunca ha desaparecido.
Con el paso de los años, a la admiración se unió la
envidia. Envidia por ser capaz de dejarlo todo, creer en uno mismo, cambiar de
nombre, mudarse de ropa e irse a vivir aventuras por el mundo. Ese ideal
romántico de alguien que se arma caballero “para defender las doncellas,
amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos”[1]
siempre contará con mi admiración.
Me explicaron que Don Quijote estaba loco. Y yo pensé
que qué más daba. Don Quijote es alguien que abandona la comodidad de su hogar,
su plato caliente y su vida tranquila para hacer justicia con los más débiles y
desfavorecidos. ¿No es eso digno de admiración? Su compañero de aventuras Sancho
Panza, a pesar de haber sido testigo de todas sus locuras, opina de él que “no
sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna: un niño le
hará entender que es de noche en la mitad del día, y por esa sencillez le
quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más
disparates que haga”.[2]
Cervantes nos presenta a un loco, a un loco lleno de
bondad. Loco idealista que sueña con volver a una época pasada donde los
caballeros andantes defienden las causas nobles. Cervantes debía de conocer
cuáles eran los síntomas y las causas de la locura, pues los que nos hemos
tenido que enfrentar a la locura de alguien cercano a nosotros, no dejamos de
ver similitudes en la forma de actuar de Don Quijote. “En resolución, él se
enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en
claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer
se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio.”[3]
Falta de sueño, obsesión y lectura compulsiva. Las mismas causas que
desencadenaron después la enfermedad en mi familiar. Su locura se parecía
tanto. Locura por hacer justicia, por defender a los más desfavorecidos, por
atacar la corrupción política. Delirio de grandeza al creerse alguien especial
que podría con todo y contra todos. Creo que el familiar que fui a visitar al
hospital psiquiátrico podría protagonizar el Don Quijote que Cervantes
escribiría hoy en día.
Y lo que más me gusta del personaje que nos dio a
conocer Cervantes es que presentó al mundo al loco bondadoso. Con frecuencia,
se tiende a relacionar la locura con la maldad. Cuántas veces hemos oído decir:
“¡Es un loco que ha matado a su mujer!” o “Los terroristas esos están todos
locos”. Desde la enfermedad de mi familiar, he modificado mi lenguaje. Me niego
a justificar esos actos mediante la enfermedad mental: el que mata a su mujer
es un ser malvado y los que cometen atentados son seres malvados. No son locos.
Parece que la locura es una forma que utilizamos para evitar hablar de la
maldad humana, para hacernos creer que hay cosas que suceden por un desajuste
en el cerebro. Y no, la maldad humana existe.
¿Qué pasaría si alguien se creyera caballero andante
en pleno siglo XXI? Su familia recurriría a la policía para que fueran a
buscarlo, lo encerrarían en un psiquiátrico y lo primero que le harían sería
medicarlo y hacerle una cura de sueño. Eso fue lo que hicieron con mi familiar
y poco a poco se fue recuperando. Don Quijote también recupera la cordura
mediante el sueño, después de seis días en la cama y tras unas fiebres altas,
vuelve a ser Alonso Quijano. No solo es Alonso Quijano, le acompaña su epíteto:
“Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha,
sino Alonso Quijano, a quienes mis costumbres me dieron el renombre de Bueno”[4].
Y todos lloran la muerte de Don Quijote porque “en tanto que don Quijote fue
Alonso Quijano el Bueno, a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha,
fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no solo era
bien querido de los de su casa, sino de todos cuanto le conocían”.[5]
Por eso, preside la entrada al hospital psiquiátrico.
Los enfermos se sienten bien cuando su locura se compara con la de Don Quijote.
Porque ser comparado con una persona –y digo persona porque Don Quijote es casi
más real que nosotros- que es admirada, alabada y querida por todos a pesar de
su locura o, mejor dicho, a causa de su locura, es un honor.