De hoy no
pasaba. Ella tenía que saberlo. No había pensado en otra cosa la noche
anterior. Se pasó durante horas con el cigarrillo en la mano y con la guitarra
al lado, incapaz de tocar.
Se levantó
temprano aunque apenas había dormido. No quería llegar tarde a su cita diaria.
Cuando salió de la ducha, aún envuelto en la toalla, buscó en el cajón de su
cómoda el colgante con el símbolo de la paz que le había traído su amigo desde
Costa Rica. Estaba seguro que le iba a dar suerte.
Sacó del
armario su chaqueta. ¡Jodido frío que hacía en Inglaterra! Estaban en pleno
verano y rara vez podía ir en manga corta. Cogió el autobús sesenta y cuatro que lo llevaba
directamente al centro y al apearse le dio las gracias al conductor, una
costumbre inglesa de decir gracias a todas horas que pensaba que no llegaría a
adquirir.
Ya no vagaba
sin rumbo por la ciudad. No era como aquella primera vez que llegó al centro
sin tener ni idea de donde estaba, cuando se perdió entre sus calles y entre
las tiendas de souvenirs con escaparates repletos de autobuses rojos y cabinas
telefónicas en miniatura. Preguntó cómo llegar al Leeds Markets, le habían
dicho que allí podría conseguir a buen precio cualquier cosa que necesitara.
Quería comprar sábanas. Llevaba dos días durmiendo sobre el colchón y tapado
con una manta vieja que había dejado alguien olvidada en la habitación que
había alquilado.
Cruzó por el
mercado que anunciaba carne a buen precio, que presumía de sus pirámides de
frutas brillantes y donde se mezclaban los productos importados con los
robados.
Tenía hambre y
el olor a salchichas y huevos fritos recién hechos le estaba matando. Se
encaminó a la zona de bares. Todos los lugares ofrecían el conocido English Breakfast. ¿Cuántos días llevaba
en Inglaterra? ¿Cinco? ¿Seis? Era hora de deleitarse con un suculento desayuno.
Se metió en el
primero que vio, tenía buena pinta. En un tablón detrás de la barra estaban
anunciados los diferentes tipos de desayuno que se podían pedir. Dos huevos
fritos, salchichas, bacon y judías. ¡Qué hambre! De repente, una voz le
preguntó si ya se había decidido. Provenía de unos labios sonrientes, rosados y
apetitosos como dos gominolas. Sostenía
un bloc en una mano y en la otra un bolígrafo, tenía unos ojos azules intensos,
enmarcados en una melena corta cuidadosamente peinada. Vestía el uniforme
blanco, abotonado por delante, y llevaba graciosamente el gorrito a juego.
Sergio se
quedó embobado. La chica le sonrío. Era con diferencia la chica más guapa que
había visto en Inglaterra. Recuperó la compostura y le pidió el desayuno. Desde
ese día, se convirtió en el mejor cliente del bar. No fallaba nunca. Y cada
mañana estaba allí para pedir su desayuno inglés a la chica más espectacular
que conocía.
No solo era
guapa. También era simpática, siempre estaba sonriendo, bromeando. Se interesaba
por él. Le preguntaba como se estaba adaptando al nuevo país. Le decía que le
gustaría ir a España algún día. Ella estaba trabajando allí solo para pagarse
los estudios. Estudiaba en una academia de baile. Quería ser bailarina
profesional. Él la escuchaba extasiado. Se sentía afortunado de que una chica
como ella se estuviera dirigiendo a él.
Se obsesionó.
Le hablaba de ella a todo el mundo; a sus amigos en España y a la gente que
había conocido en Leeds. Muchas veces, después de haber estado de copas toda la
noche, no se iba a casa a dormir para poder tomar el desayuno en el bar donde
ella trabajaba. Valía la pena estar allí por el simple hecho de la verla hendir
sus dedos en la cáscara de huevo y dejarlos caer en la sartén.
Ella mostraba
interés por él. Le saludaba siempre efusivamente. Le contaba sus cosas. No
dejaba de sonreírle. Él necesitaba algo más. Quería llevarla a dar un paseo, al
cine, a cenar, invitarla a su casa, pasar todo el día con ella, hacerle el amor
una y mil veces. De hoy no pasaba. Le iba a decir lo que sentía.
Se acercó a la
barra y ella le saludó con su sonrisa y su “hola Sergio” que había aprendido a
decir en español.
—Me gustaría
hablar contigo Charlotte. Hay algo que quiero decirte. ¿Podemos quedar hoy
cuando termines de trabajar? —le soltó de carrerilla, tal y como había planeado
decirle durante todo el camino.
—Pero, ¿de qué
tenemos que hablar?
No esperaba
una respuesta como esa.
—Hay algo que
quiero decirte.
—Pero, ¿qué
es?
¿Por qué le
estaba haciendo esto? Bien sabía de qué se trataba. De qué puede querer hablar
un chico que va todos los días a desayunar al mismo bar donde trabaja una chica
guapísima.
—Me gustas
Charlotte. Me gustas muchísimo. No dejo de pensar en ti.
Charlotte explotó
en una carcajada y no dejaba de repetir
“So cute!” Sergio agachó la cabeza. Sonreía
para disimular su humillación. Charlotte se le acercó y le dijo al oído.
—Ves al chico
de allí enfrente. El que trabaja en la floristería y no para de mirarnos. Es mi
novio. Llevo con él más de un año. No le haría ninguna gracia escuchar lo que
me estás diciendo —le dijo Charlotte arqueando las cejas.
Por la puerta
entreabierta podía ver a Charlotte junto a sus compañeras de trabajo,
contándoles algo que les hizo reír y mirar hacia la barra. Sergio supo que
estaban hablando de él. Sacó su billetera, dejó sobre el mostrador las libras
exactas que costaba el desayuno y nunca más volvió a comer los huevos fritos
que preparaba Charlotte.