Antes de irme a dormir. Lo último
que hago es bajar la persiana de la habitación. No quiero que los primeros
rayos de sol se inmiscuyan en mis sueños y me devuelvan a la realidad demasiado
temprano.
Ese momento en el que me acerco a
la ventana y descorro la cortina, siempre me quedo unos segundos mirando.
Observo las luces de las ventanas que todavía siguen encendidas. De ellas
desprende una luz cálida. Todo quietud. En otras ventanas la luz parpadea y
emite tonalidades distintas; un televisor encendido con la luz apagada. Incluso
puedo distinguir una pareja de ancianos, cada uno en su butaca, enfrente de la
televisión.
Cada ventana abierta o cerrada,
cada balcón con flores o sin ellas, con la escalera metálica porque no hay
suficiente espacio en el piso, con las sábanas tendidas desde el día anterior
porque no ha dado tiempo de recogerlas. Mañana será otro día. Detrás de cada
una de esas luces y sombras hay personas que sueñan y se preocupan, que se
desvelan por las noches, que madrugan por las mañanas, que están preocupados
porque no han cobrado el ERTE todavía, que se levantan de madrugada a picar
algo de la nevera, que se quedan dormidos viendo una película, que salen al
balcón a respirar un poco de aire fresco a fumarse un cigarrito antes de irse a
dormir. Personas que tras el cristal se sienten cómodas en su refugio. Personas
a las que tengo tan cerca que podría llegar a ellas elevando un poco la voz,
pero que nunca llegaré a conocer.
Y ellos también verán mi luz, que
se apaga cuando se baja el telón de mi persiana.