sábado, 4 de agosto de 2012

LAS TARDES EN LA UNIVERSIDAD


En las pelis estadounidenses el ir a la universidad va asociado a pertenecer a una hermandad, novatadas a los de primer curso, jugar a fútbol americano y graduarse con togas y birretes. Mi experiencia universitaria es totalmente diferente.

Cuando me matriculé en Filología Hispánica con 29 años pensé que iba a hacer el ridículo junto a los jovencitos salidos de instituto. Fui el primer día de clase con la vergüenza de parecer la madre de todos. Me senté en la cuarta fila, miré a mi  alrededor. Me tranquilicé cuando vi que la chica que tenía delante debía de tener más o menos mi edad. Al menos no sería la única. Creí que la profesora era una señora de unos cincuenta años con el pelo corto y echado hacia atrás, que entró en el aula y se ajustaba la solapa de la gabardina a su garganta. La seguí con la mirada y me sorprendí cuando en lugar de dirigirse hacia la mesa de la tarima, se sentó en uno de los pupitres, justo detrás de mí.

Por la mañana estudian los niños salidos de instituto, los que después de su examen de selectividad (o como se le llame ahora) tomaron la decisión de estudiar humanidades. Por las tardes, todavía se cuela alguno de ellos, pero los que mandamos somos nosotros, con nuestros añitos (que pueden ir desde los veinticinco a los cincuenta ¡o más!), con una carrera a las espaldas, con un trabajo del que acabamos de salir hace tan solo un rato y sin ninguna obligación de estar allí. O sí. La obligación que nos hemos puesto a nosotros mismos de aprender más, de saber más. No es una obligación impuesta desde fuera, más bien, es una necesidad que nace de dentro. 

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