En
las pelis estadounidenses el ir a la universidad va asociado a pertenecer a una
hermandad, novatadas a los de primer curso, jugar a fútbol americano y
graduarse con togas y birretes. Mi experiencia universitaria es totalmente
diferente.
Cuando
me matriculé en Filología Hispánica con 29 años pensé que iba a hacer el
ridículo junto a los jovencitos salidos de instituto. Fui el primer día de
clase con la vergüenza de parecer la madre de todos. Me senté en la cuarta
fila, miré a mi alrededor. Me tranquilicé cuando vi que la chica que tenía delante debía de tener
más o menos mi edad. Al menos no sería la única. Creí que la profesora era una
señora de unos cincuenta años con el pelo corto y echado hacia atrás, que entró
en el aula y se ajustaba la solapa de la gabardina a su garganta. La seguí con
la mirada y me sorprendí cuando en lugar de dirigirse hacia la mesa de la
tarima, se sentó en uno de los pupitres, justo detrás de mí.
Por
la mañana estudian los niños salidos de instituto, los que después de su examen
de selectividad (o como se le llame ahora) tomaron la decisión de estudiar
humanidades. Por las tardes, todavía se cuela alguno de ellos, pero los que
mandamos somos nosotros, con nuestros añitos (que pueden ir desde los
veinticinco a los cincuenta ¡o más!), con una carrera a las espaldas, con un
trabajo del que acabamos de salir hace tan solo un rato y sin ninguna
obligación de estar allí. O sí. La obligación que nos hemos puesto a nosotros
mismos de aprender más, de saber más. No es una obligación impuesta desde fuera,
más bien, es una necesidad que nace de dentro.
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